Perfumería Purita

La voz de Galicia:

Hace unos días conocí a una mujer en una aldea próxima a los montes lucenses de Navia. Pura, que así se llama, es una señora de mediana edad y buen porte, con la que coincidí tomando un café en uno de los pocos bares que quedan abiertos en esa comarca. Exceptuando un perro tumbado junto a la estufa, éramos los únicos clientes del local, por lo que no desperdicié la ocasión de preguntarle cómo iban las cosas por la zona; la verdad, no me defraudó.
Me contó que, aunque sus padres habían emigrado a Cataluña, ella siempre quiso trabajar en el campo. Con su ayuda regresó a Galicia hace dos décadas y montó una explotación de vacuno en la aldea de sus abuelos. Todo pareció ir bien al principio hasta que, hace seis años, un problema de liquidez la llevó a deshacerse del ganado y cambiar de vida. Hoy sabemos que mal asesorada, Pura invirtió su dinero en una tienda de perfumes en la capital comarcal a la que, para preservar su anonimato, llamaré Perfumería Purita.
El negocio fue bien al principio y los días de feria sus vecinos de las aldeas próximas le compraban muchos productos. Los habitantes de la villa, sin embargo, nunca fueron buenos clientes. Decían que una mujer de la montaña no podía vender perfumes de calidad y, en correcto castellano, hacían chistes sobre el cambio del lacón por el «Lancome». Pasados dos años, las ventas se vinieron abajo y Pura cerró el negocio y regresó al pueblo; me confesó que había echado de menos el campo, su vocación de toda la vida.
Pura me dijo que esto le había ocurrido también a otra familia que se deshizo de su ganado para montar una casa rural, hoy ruinosa, y a dos vecinos que hicieron lo propio para poner un bar de copas, Manolo?s Pub, y una churrasquería. Como sus vecinos, no consiguieron ayudas de los bancos en condiciones razonables para mantener y mejorar sus explotaciones. Esas mismas entidades no tuvieron problema en financiar negocios ruinosos en la villa y la buena mujer se preguntaba cómo era posible que apoyar una granja sea inversión de riesgo y, sin embargo, no duden en invertir en bares o churrasquerías; ¡si somos un país agrícola!, decía.
Nos despedimos, y regresé a casa; en el trayecto a la carretera general no vi una sola vaca. En la capital comarcal, oficinas bancarias y locales comerciales vacíos se alternaban en la calle principal. Curioso país, pensé, mientras veía el cartel roto de la perfumería.

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